Furores cruzados

«En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva«.- Antonio Machado, carta a David Vigodsky, 1937.

El despertador sonó tan desagradable como siempre. Mireia se sobresaltó, aplastó el botón de un puñetazo y se incorporó sin demora. Tenía veinte minutos para llegar a Sants y tomar el cercanías como todas las mañanas.

Tras una apresurada ducha y su habitual desayuno a correprisas, bajó los escalones de dos en dos maldiciendo que el hueco de la escalera de aquel vetusto edificio no permitiera instalar el ascensor. Llegó a la estación, introdujo su abono de transporte en la ranura y corrió como una posesa al andén correspondiente. Miró el reloj. «Les set i quatre, pels pèls», respiró, mientras el vagón abría sus puertas para engullir a los pasajeros impacientes.

Encontró un asiento frente a la puerta y se desparramó sobre el duro plástico. Todavía pesaba la excitación de un domingo que jamás olvidaría. Rebuscó en el bolso, apartó el monedero decorado con un pin de la estelada y extrajo un caramelo con el que endulzar el amargor del madrugón. Con el arranque del cercanías repasó en su mente aquellos sucesos, satisfecha de haber sido testigo de una fecha histórica.

Mireia todavía guardaba un par de papeletas y extrajo una: Voleu que Catalunya sigui un estat independent en forma de República? Fue en ese momento cuando se desgranaron las escenas en su memoria: las primeras votaciones, los aplausos y la sensación de que el sueño estaba cerca, hasta que dieron la señal de alarma: los antidisturbios estaban a la puerta del colegio electoral. Llegaron las carreras y un incipiente cordón ciudadano que empujaba para detener la carga. «Fills de puta», masculló entre dientes, sin poder borrar de su recuerdo aquellos ojos que la miraban fijamente a través de la visera, con la porra a punto de descender con destino a la cabeza. Intercambiaron miradas de odio en un pulso sin retorno, mientras a su alrededor la batalla transcurría entre escupitajos, insultos, golpes y patadas. «Raúl, vámonos, el pescado está vendido», gritó el mando.

De vuelta a la realidad, se apercibió del agarrotamiento de su cuerpo por la furia contenida. «Gossos espanyols, enemics de la democràcia, mai ho oblidaré», se reafirmaba absorta, reparando casi por casualidad en el aviso de la próxima parada en que debía apearse: Montcada-Bifurcaciò. Ahí fue donde ayer mismo, recordó, un viajero resultó gravemente herido por intentar acceder al tren por las vías y debieron amputarle una pierna; el enésimo caso en una estación que precisaba una reforma urgente, como tantas otras. «Aquests cabrons de Madrid ens escanyen, ja s’assabentaran del que és funcionar bé amb la nostra nova República», proclamó antes de levantarse para bajar de un salto a la calle.

Miró a uno y otro lado y, ella también, cruzó las vías. A dos manzanas quedaba el ambulatorio de Montcada i Reixach, donde se atendía a una población de 37.000 habitantes que carecía de farmacia de guardia. De pronto le recorrió el escalofrío de las últimas semanas, la incertidumbre. Los recortes del Departament de Salut habían adelgazado la plantilla, suprimido el servicio de Urgencias a partir de la media noche y reducido de cinco ambulancias a una. Ella, limpiadora, estaba a merced de la contrata cuando los 900 euros le eran imprescindibles para costearse el alquiler; de la subsistencia ya se ocupaba la pensión de su padre, un enjuto conductor de metro extremeño que se había partido el espinazo peleando contra los grises.

Los rumores no podían ser ciertos e intentó limpiar la mente mientras franqueaba la puerta. Se dirigió al cuarto cochambroso donde, entre cajas apiladas de medicamentos, se cambiaba todas las mañanas, hasta que advirtió una presencia. Demudado el rostro, el supervisor la abordó: «¿Tens un moment, Mireia?».

Le acompañó a su despacho, que abandonó a la carrera al cabo de dos minutos. El contrato expiraba a final de mes y con él su trabajo.

Volvió a cambiarse de ropa y salió a la calle camino de vuelta a la estación. Esperó unos minutos y accedió al interior, incapaz de distinguir, bañada en lágrimas, los contornos de los rostros. Ocupó uno de los asientos libres, el mismo del viaje de ida, y tomó un periódico que alguien había dejado olvidado para ocultarse el rostro. Dejó caer la vista y advirtió las tachaduras en la cabecera de aquel ejemplar de El Periódico, sustituido por un improvisado ¡botiflers!.

Reparó en el titular de portada con una foto de Artur Mas: Catalunya no está preparada para la independencia real. Mireia se palpó el costado todavía dolorido por los golpes de las porras y no pudo contener la ira: «Fills de puta, fills de la gran puta».

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Se tumbó en el colchón después de una jornada extremadamente dura y se dio cuenta de que había perdido aire. Aun con las fuerzas justas, lo hinchó hasta donde pudo y lo dio por bueno antes de desplomarse sobre él y cerrar los ojos por el peso plomizo de los párpados.

Aquella noche no durmió por el agotamiento de 10 horas consecutivas de trabajo que no se le iban de la cabeza. Harto de dar vueltas sobre aquella superficie volátil y ruidosa, se incoporó, abrió la puerta con sigilo y se sentó en el sofá del pequeño salón.

Raúl rebuscó en su mente para ocuparla en recuerdos agradables, pero no podía apartarla del rostro de aquella muchacha. Se asustó de sí mismo solo por pensar que estuvo a punto de descargar su arma contra aquel rostro iracundo y lleno de rencor que le acabó paralizando, y se preguntó a cuento de qué se había producido aquella batalla campal por la tozudez en meter un maldito puñado de papeletas dentro de una urna irrisoria.

Maldijo aquel destino endiablado que le había partido las vacaciones y la economía familiar. Le habían avisado cinco días antes de partir hacia aquella guerra contra civiles y sus reservas hoteleras, pagadas con el sudor de muchos meses de trabajo, se habían ido por el sumidero. Menos mal que su amigo Sergi le había dado cobijo en su propia casa de Sabadell, lejos de su Écija natal, en esos primeros días de caos e imprevisiones gubernamentales.

Sonó el móvil súbitamente y se sobresaltó cuando comprobó que era su mujer. «Es tu madre», le dijo sin poder contener la alarma, aun rebajándola. Una inoportuna caída, le informó, que había acabado con sus huesos en el hospital. «¿Cómo está, qué le ha pasado, la deben…?», inquirió angustiado. «Deben intervenirla, pero tardarán tiempo, no hay ni quirófanos ni camas disponibles, ya sabes, pueden tardar semanas o…», recordó la nuera, una firme activista, por otra parte, contra los recortes en la sanidad andaluza.

Raúl colgó maldiciendo todo lo nacido y lo por nacer. La solicitud de los servicios de dependencia dormía el sueño de los justos y su sueldo de 1.400 euros no daba para una cuidadora. Todo se lo tragaba la hipoteca, las facturas y los gastos de los niños.

Excitado y próximo a la cólera, aquel guardia civil arrojado a los leones conectó la televisión entre el rumor lejano de las consignas de los manifestantes que se habían lanzado a la calle. Sintonizó una de las cadenas que mostraba los ánimos caldeados de sus compañeros camino de la batalla: «Yo zoy ehpañó, ehpañó, ehpañó», bramaban agitando las banderas en el autocar antes de enfundarse los cascos.

Cambió de cadena y una aparente presentadora de informativos adelantaba: «Ara anem a informar-los de la brutalitat policial en la jornada electoral catalana».

Juró en arameo y dio con una tercera en la que se entrevistaba a la única ministra catalana del Gobierno, a la sazón responsable de Sanidad y Asuntos Sociales. «Todos ante la ley somos iguales y el más demócrata es el que cumple las leyes», recordaba con convicción. «Se han presupuestado 1.355 millones para la atención a las personas dependientes de todas las edades y en todos los rincones de España, 102 millones más que el año pasado», declaraba.

Apagó la televisión con hastío y echó mano de un periódico de esa misma semana. Sergi era de esos que compraban varios para enriquecerse con enfoques plurales, si es que tal cosa pudiera ser posible. Tomó en sus manos un ejemplar de El Mundo mientras la intensidad de la manifestación ya decrecía. Hojeó el rotativo hasta que encontró: «Niego tajantemente que se maquillen las listas de espera, es una leyenda urbana», ha proclamado la gerente del Servicio Andaluz de Salud.

Recordó la hospitalidad de su amigo, pero la ira le condujo a lanzar el periódico contra el receptor de televisión. Miró los callos de su mano derecha envueltos en esparadrapo, recordó la mirada de inquina de la muchacha cuyo nombre jamás sabría y pensó que su furores cruzados se dirigían en una dirección equivocada.

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